Visitamos el Parque de la O: lienzo y laboratorio a las puertas del cole.

De camino al Parque de la O, los niños y las niñas de las tres clases de tercero de Infantil ya sabían qué iban a investigar. En clase habían conocido a Nui, sabían quién era Tiz, la lombriz, las hormigas Tigas y Porrón, el gorrión. Como en tantas escuelas, salir a conocer el entorno resulta habitual, especialmente para los más pequeños. Lo que no es tan habitual es que a pocos pasos del cole se encuentre un lugar tan maravilloso, fascinante y sí, también tan misterioso, como el Parque de la O, a orillas de nuestro querido Arga pamplonés. 

Antes de salir las maestras prepararon la actividad concienzudamente para sacarle mucho más partido. De los colores primarios nacen los secundarios y de todos ellos surgen los demás…

La capacidad para comprender la naturaleza, para aguzar los sentidos y avivar el afán de cuidado por todo lo circundante despierta, especialmente en algunas personitas, la capacidad para responsabilizarse de cualquier vida… Cuántas veces una pequeña criatura con antenas y cuerpo minúsculo ha provocado la admiración de la gente bajita… Cuando se alimenta esa capacidad para extrañarse ante lo que tenemos delante, se permite que los niños y las niñas sientan pasmo y se allana el camino para que surja otro Félix Rodríguez de la Fuente, otro Edward Wilson, otra Wangari Maathai que seduzca a espíritus menos audaces, más temerosos y los arrastre a explorar el mundo y sus habitantes.

Al llegar al parque nos esperaba Amaia. A su conocimiento experto le sumamos el entusiasmo del alumnado y del profesorado por conocer lo desconocido, por poner a prueba a la vez nuestro espíritu científico y nuestra sensibilidad artística. Y es que cuando construimos conocimiento, cualquier separación entre ambas formas de conocer resulta artificial. Y los niños y niñas lo sienten así aunque no tengan las palabras aún para manifestarlo. Han de pasar mucho años hasta que puedan hacerlo.

Cerrando los ojos, abrimos los oídos. Igual de exquisitos que son los pájaros con sus trinos, hemos de serlo las personas con las palabras.

Nos dispusimos en círculo para presentarnos. Bajo nuestros pies una alfombra verde llena de margaritas, sobre nuestras cabezas, un espléndido sol… Enseguida imaginamos un animal que creíamos viviría en el parque. A continuación lo nombramos, imitamos sus movimientos, o reprodujimos el sonido por el que lo reconocíamos… En definitiva, empezamos a disfrutar. No había otra.

Descubrimos al carbonero, de negro antifaz, a la esbelta garza, al inquieto mirlo, acariciamos la húmeda lombriz… Hasta se nos acercaron un agateador y un mito. Ambas avecillas son vecinas de nuestro barrio que, de incógnito para ojos poco entrenados, se solazan cada día entre arces, cerezos y álamos. Convertimos vivencias en experiencias gracias al tiempo dedicado en la escuela, encontrando palabras brillantes, palabras sentidas, palabras ya olvidadas que muchas veces hemos de rescatar y  que ayudan a fijar en el corazón de las niñas y los niños lo vivido, lo nombrado.

Howard Gardner, el científico americano que dio origen a la Teoría de las Inteligencias Múltiples, habla de esa capacidad -naturalista, la llamó- que algunos niños y niñas tienen especialmente desarrollada y que surge unida a la preocupación por el bienestar de los seres vivos, especialmente de los más vulnerables. Así nos damos cuenta de que ambas potencias del ser humano, la actitud y la aptitud, se empujan, se alimentan, se dan aire mutuamente ya que no hay sabiduría sin amor, ni mente que se haga grande sin corazón.

Hay muchos árboles en el parque: sauces, chopos, fresnos… Su presencia atrae a nuestros amigos alados. Muchos de ellos se dan garbeos por nuestro patio como pidiendo más sitio: lavanderas, colirrojos, gorriones, mirlos…

Cuidamos el cuerpo a través de la relajación, cuidamos la mente a base de  concentración y cuidamos el espíritu mediante la contemplación. Esto último lo enseña la cercanía a la naturaleza, así perviva en un tiesto olvidado en la esquina de un balcón o en ese estupendo parque que visitamos en nuestro barrio de San Jorge. Y dejar espacio para la contemplación también es función de la escuela. La urgente calma, un oxímoron que se hace real en las aulas, es un anhelo siempre. La calma que trae la observación atenta, que nos hace sentir lo  necesario que es el contacto con animales y plantas que pasan inadvertidas tantas veces, con árboles que nos cobijan y dan sombra.  La observación que nos sirve para distinguirnos de ellos nos es útil para percibir que con ellos también guardamos parecido. Y lo más importante: que vuelve más misteriosa cualquier cosa una vez descubierta, ya que nos damos cuenta de que estaba ahí antes de que su realidad apareciera ante nuestros ojos. Y en medio de todo ello la presencia imprescindible de la maestra para enseñar a sus pupilos que no sabían que no sabían. De la mano de la maestra habían de encontrar colores en el lienzo del parque. El verde no es el verde, el marrón no es el marrón. Fueron los verdes, los marrones, los rosas o los rojos distintos los que habían de encontrar a su alrededor y trasladar a la paleta de colores.

En el parque hay muchas y distintas plantas: entre ellas, el abundantísimo pan y quesillo, la urticante y depurativa ortiga o el llantén, tan habitual en los caminos: su jugo, extendido sobre las heridas, las ayuda a cicatrizar.

Ese par de mañanas tan ricas que pasamos en el parque nos brindaron la oportunidad de experimentar, de sentir y de centrar la curiosidad. La escuela, como la familia, alumbra una red de infinitos significados a partir de las experiencias que se comparten hablando. Así explicamos que algo tan sencillo como tomar en las manos un pétalo de margarita tenga la función del imán que entra en contacto con un puñado de limaduras de hierro: atraerá tantas observaciones futuras como preguntas en busca de respuesta. Esa potencia, común a todas las personas, grandes y pequeñas, de aquí y de allá, nos iguala, nos constituye como aprendices para siempre. Nuestra primera labor en la escuela será ponerle alas, las alas del carbonero. O del mirlo. O del petirrojo. O del herrerillo…

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